En exclusiva:
Entrevista al Emperador Nerón
Controvertido gobernante romano accedió a abandonar por unas horas los círculos más profundos del Averno y conversar con La Gaceta de Perquenco
Por Fernanda Weinstein Perelman
Viernes 17 de Brumario, 14:32 horas, Café del Observatorio Lastarria. Emanando un leve hálito de azufre, ondeando los dorados rizos al viento, ataviado con una túnica color lagartija; flamante como siempre y ansioso de probar el café –ciertos colombianos condenados le habían hablado maravillas en el Tártaro-, acude Nerón a la cita. Chispeante y locuaz, no tardó en inquirir acerca de la farándula y la política locales; sin llegar a comprender, por otra parte, la utilidad de los tenedores. A continuación, un extracto de nuestro ameno diálogo.
Señor Nerón: pasados casi dos milenios de su gobierno, usted es recordado como el extravagante emperador adolescente, tirano y matricida, que mandó incendiar Roma y luego perseguir a los cristianos. ¿Qué tiene que decir ante tales acusaciones?
Su Excelsa Majestad Nerón Claudio César Augusto Germánico para usted, señorita plebeya periodista (¿podría repetirme luego qué era eso de periodista, por Plutón?). Matricida y fraticida, para su información; además de otras muchas ejecuciones que proclamo y me adjudico a mucha honra. Loa y encomia mi magnificencia el tal reconocimiento, aunque no esperaba menos; avívame el recuerdo de mi pequeña urbe danzante bajo las flamas, perfecta peripecia, sublime hasta las lágrimas, tan irresistiblemente bella que no pude sino devanar las notas de mi lira los cinco días que tardó la escoria en sucumbir bajo las deflagraciones.
Pero entonces, ¿es cierto que usted ordenó el incendio? ¿Puede decirnos por qué lo hizo?
¡Y todavía pregunta, último despojo de las parcas! ¡Pues cierta y axiomáticamente lo hice yo, Nerón Claudio César Augusto Germánico! ¡Que dos milenios no hayan servido para nada! ¿Quién otro lo hubiese podido de modo tan poético? Librarse de una vez por todas de aquellos podridos despojos; de aquel remedo de ciudad en que mi bienamada Roma estaba transformándose, y luego volverla a erigir desde los cimientos como una fastuosa epopeya a mi excelsitud. Y, de paso, eliminar unos cuantos cristianos; esas gentes de ignominiosa ralea que osaban predicar, con tan inusitada desvergüenza, toda una sarta de aberraciones. ¡Condenar la pompa, la lujuria y la alabanza al César; habrase visto! Y todo por boca de un estoico mal vestido; abogado de la pobreza, la humildad y la igualdad... ¡No ha habido nunca ni hay ni habrá en el mundo nadie más igual que yo!
¿Por eso rompió también con Séneca?
Oh, Lucio Anneo, vetusto mastín, ¿qué incurable enfermedad hubo de alojarse en tu espíritu para forjarte tan amante de la pequeñez? Mucho tiempo atesoré la esperanza de que recapacitara, ¿sabe?; de que acaso los sicalípticos bucles de algún Adonis lo hicieran renunciar a la renuncia... Pero el viejo era inflexible: ¡supiera usted a qué beldades desairó; dejando a los más preciosos efebos de oriente y occidente sumidos en la más empalagosa melancolía! Fue demasiado: lo único que quedaba era que Séneca renunciara a Séneca.