domingo, 22 de junio de 2008

Entrevista

En exclusiva:

Entrevista al Emperador Nerón

Controvertido gobernante romano accedió a abandonar por unas horas los círculos más profundos del Averno y conversar con La Gaceta de Perquenco

Por Fernanda Weinstein Perelman

Viernes 17 de Brumario, 14:32 horas, Café del Observatorio Lastarria. Emanando un leve hálito de azufre, ondeando los dorados rizos al viento, ataviado con una túnica color lagartija; flamante como siempre y ansioso de probar el café –ciertos colombianos condenados le habían hablado maravillas en el Tártaro-, acude Nerón a la cita. Chispeante y locuaz, no tardó en inquirir acerca de la farándula y la política locales; sin llegar a comprender, por otra parte, la utilidad de los tenedores. A continuación, un extracto de nuestro ameno diálogo.

Señor Nerón: pasados casi dos milenios de su gobierno, usted es recordado como el extravagante emperador adolescente, tirano y matricida, que mandó incendiar Roma y luego perseguir a los cristianos. ¿Qué tiene que decir ante tales acusaciones?

Su Excelsa Majestad Nerón Claudio César Augusto Germánico para usted, señorita plebeya periodista (¿podría repetirme luego qué era eso de periodista, por Plutón?). Matricida y fraticida, para su información; además de otras muchas ejecuciones que proclamo y me adjudico a mucha honra. Loa y encomia mi magnificencia el tal reconocimiento, aunque no esperaba menos; avívame el recuerdo de mi pequeña urbe danzante bajo las flamas, perfecta peripecia, sublime hasta las lágrimas, tan irresistiblemente bella que no pude sino devanar las notas de mi lira los cinco días que tardó la escoria en sucumbir bajo las deflagraciones.

Pero entonces, ¿es cierto que usted ordenó el incendio? ¿Puede decirnos por qué lo hizo?

¡Y todavía pregunta, último despojo de las parcas! ¡Pues cierta y axiomáticamente lo hice yo, Nerón Claudio César Augusto Germánico! ¡Que dos milenios no hayan servido para nada! ¿Quién otro lo hubiese podido de modo tan poético? Librarse de una vez por todas de aquellos podridos despojos; de aquel remedo de ciudad en que mi bienamada Roma estaba transformándose, y luego volverla a erigir desde los cimientos como una fastuosa epopeya a mi excelsitud. Y, de paso, eliminar unos cuantos cristianos; esas gentes de ignominiosa ralea que osaban predicar, con tan inusitada desvergüenza, toda una sarta de aberraciones. ¡Condenar la pompa, la lujuria y la alabanza al César; habrase visto! Y todo por boca de un estoico mal vestido; abogado de la pobreza, la humildad y la igualdad... ¡No ha habido nunca ni hay ni habrá en el mundo nadie más igual que yo!

¿Por eso rompió también con Séneca?

Oh, Lucio Anneo, vetusto mastín, ¿qué incurable enfermedad hubo de alojarse en tu espíritu para forjarte tan amante de la pequeñez? Mucho tiempo atesoré la esperanza de que recapacitara, ¿sabe?; de que acaso los sicalípticos bucles de algún Adonis lo hicieran renunciar a la renuncia... Pero el viejo era inflexible: ¡supiera usted a qué beldades desairó; dejando a los más preciosos efebos de oriente y occidente sumidos en la más empalagosa melancolía! Fue demasiado: lo único que quedaba era que Séneca renunciara a Séneca.

martes, 3 de junio de 2008

domingo, 1 de junio de 2008

Crítica de cine

Hace tres domingos, al atardecer, encontré entre mis DVD copiados “La muerte y la doncella” de Roman Polanski. Había adquirido la película hacía unos meses, sin mayor referencia; sólo cautivada por el título ―siempre he sido fanática de Schubert, en especial de dicho cuarteto de cuerdas― y porque mi experiencia previa con Polanski nunca me había dejado insatisfecha. Hasta entonces no había tenido tiempo de verla y la tomé, en medio del spleen dominical, como quien toma un chaleco salvavidas.

Resultó ser que el filme de 1994, protagonizado por Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson transcurría en “una república sudamericana al poco tiempo del retorno de la democracia”. Resultó ser que esta república era Chile; como delataba el rostro de Gabriela Mistral en uno de los billetes que Paulina Salas roba a su marido Gerardo Escobar (imagínese el lector de esta crítica cómo sonaban esos nombres en boca de actores norteamericanos), y cierta mención a la calle Huérfanos. Sin embargo, el escenario en general ―paisaje, clima, decoración interior de la casa― poco tenía que ver con la fisonomía nacional: tratándose de Polanski, seguramente no se debe a una negligencia sino a un intento deliberado de mantener cierta ambigüedad de contexto, salvo en pequeñas alusiones.

“La muerte y la doncella” es en sí un thriller psicológico; donde todos los elementos confluyen para potenciar un efecto a la vez angustiante y claustrofóbico: planos cerrados, sólo tres personajes, un mismo espacio interior para la mayor parte de los acontecimientos y una misma pieza musical ―el primer movimiento del cuarteto― repetida hasta el cansancio; dando a la acción un carácter estático y circular que llega a resultar exasperante. Las actuaciones resultan creíbles; la fotografía, sobria; el guión, probablemente más atractivo y conmovedor para el público norteamericano que para nosotros; “ciudadanos sudamericanos a casi 20 años de retornada la democracia”.

Días más tarde, averigüé que se trataba de la adaptación de una pieza teatral chilena, nada menos: la obra homónima de Ariel Dorfman, quien además gestó el guión, junto a Rafael Yglesias. Una película de Polanski con guión chileno nos hace recordar que tuvimos una Miss Universo, que salimos terceros en el Mundial del ’62 y que un compatriota nuestro jugó un rol central en la fundación de las vanguardias en París.