domingo, 25 de mayo de 2008

Crítica literaria: Lanchas en la bahía

En tiempos en que la escena nacional se ve invadida, década tras década, por sucesivas oleadas de nuevos narradores, un ejercicio ciertamente fructífero es volver a leer a Manuel Rojas; Premio Nacional de Literatura de 1957. Y leerlo de adulto; por mucho que las ediciones “Viento joven” de Zig-zag nos hagan pensar que estamos ante esas lecturas obligatorias que solíamos despreciar durante la Enseñanza Media ―o la Básica, a veces―.

Lanchas en la bahía (1932), su primera novela, es una obra de ficción enmarcada en un escenario autobiográfico: los “bajos fondos” de ese puerto de Valparaíso a principios del siglo XX, donde el autor trabajó como estibador y cuidador de faluchos a su vuelta al país desde Buenos Aires. Escrita en una prosa poética llena de imágenes y sinestesias, sin perder la sencillez; con diálogos simples y profundos, verosímiles; y con un episodio de monólogo interior digno de Faulkner, ofrece un vívido retrato de aquel espacio, tiempo y fauna humana. Pero, como en el caso de las grandes piezas de arte, logra responder a la exhortación de Turgenyev: “pinta tu aldea y serás universal”.

Tomado aisladamente, el argumento puede sonar bastante pueril: un adolescente, alejado de su familia, debe afrontar las dificultades del mundo; conociendo en el camino a algunos buenos amigos y al primer amor. Jugando a las clasificaciones, se trataría de un bildungsroman cualquiera, emplazado en un espacio criollista. Ahora bien, lo interesante de la novela radica en que, a través de las descripciones de paisajes, exteriores e interiores; una profundidad y agudeza de autoanálisis ―del narrador-protagonista― fuera de los común; una falta de miedo a la sensibilidad que se agradece ―en estos tiempos en que la norma es tomar distancia, ya sea mediante la extrema frialdad o la ironía descarnada―, sitúa la anécdota en un plano considerablemente secundario; tras la preeminencia del auténtico testimonio humano. Así, logra tocar las fibras más emotivas y empáticas del lector; y uno cierra la contratapa diciendo: “he aquí un testimonio honesto, he aquí una verdadera obra de arte”.

jueves, 15 de mayo de 2008

Columna de opinión: Flatus vocis

El fin de semana pasado operaron otra vez a mi hermana. Eso significa que debí pasar alrededor de doce horas diarias en la clínica. Se entenderá que, en algún momento, intentar leer a Dostoievski mientras mi familia interactuaba entre cuatro paredes terminó por fastidiarme. Y en serio. Fue en ese momento, ya avanzada la tarde del domingo, que un amigo aceptó el ofrecimiento de un café; un amigo que suele rescatarme en estos casos.
El primer piso de la Alemana hay una cafetería, donde uno puede sentarse a descansar de sus enfermos. En general, todo el mundo habla. Y mucho. Nosotros no éramos la excepción: llevábamos mucho tiempo sin vernos, y era necesario “ponerse al día”. Como generalmente sucede, a los quince minutos se nos había acabado el tema. Sin embargo, ninguno de los dos quería irse.
Disfrutamos de la compañía del otro, pero no tenemos de qué hablar: no vemos televisión, no vamos al cine, no compartimos lecturas. No nos interesa la farándula, y no tenemos tiempo de enterarnos de los sucesos “de actualidad”: estamos demasiado absorbidos por el trabajo y las responsabilidades familiares. Estas últimas nos agobian lo suficiente como para no ahondar mucho rato en ellas. Sólo queda hablar de los estudios; pero nuestras carreras poseen vocabularios tan distintos que ninguno entiende al otro cuando le cuenta lo que está haciendo. Finalmente recurrimos a las anécdotas inconexas; pero el repertorio tampoco es tan amplio, y tampoco permite abrir el diálogo –qué cabe contestar ante una anécdota: “ah, qué entretenido”, y le toca al otro recordar una cualquiera-.
Sobreviene el silencio: el silencio es incómodo, y dentro de las clínicas no se puede fumar. Alrededor sigue constante el murmullo: ellos tendrán qué decirse.
¿Por qué será que necesitamos llenar ese silencio? ¿Por qué nos empeñamos en escondernos tras las palabras, en vez de estar simplemente junto al otro? Buscamos con desesperación la compañía, pero nos aburrimos estando acompañados: perdemos el tiempo representando absurdas conversaciones, enmarcadas en la dictadura de los medios de comunicación masivos. Cuando no accedemos a los medios, escapamos al automatismo de los “temas”: en teoría podríamos hablar de cualquier otra cosa, pero hemos agotado las novedades. Aparece la incomodidad: estamos condicionados a comportarnos como gallinas. Antes, los “temas” eran las noticias del mundo; antes aún, las noticias del pueblo.
Hace unos meses, conocí a un japonés. Me contó que, tradicionalmente, los japoneses se reunían en torno a la ceremonia del té. El té se servía en el más absoluto silencio. El silencio era normal. En los últimos años, nuestro ruido ha terminado por invadirlos: han comprendido que, para imitar a los occidentales, un paso importante es aprender a cacarear.

viernes, 9 de mayo de 2008

Noticia de sociedad

30 de abril, Hotel Sheraton de Santiago:

Especialistas nacionales e internacionales analizaron importancia de la educación científica en la actualidad

Seminario Educa conCiencia “Desarrollo de Competencias Científicas, Tecnológicas y de Innovación”, organizado por el programa EXPLORA CONYCIT, contó con la participación de autoridades, expertos en la materia, profesores y sostenedores de establecimientos municipales, subvencionados y particulares de todo el país.

Fernanda Weinstein Perelman

Santiago. Como parte del Programa Nacional de Educación No Formal en Ciencia y Tecnología EXPLORA, creado en 1995 por la Comisión Nacional de Educación Científica y Tecnológica CONYCIT, el pasado 30 de abril se realizó el Primer Seminario Internacional Educa conCiencia. La iniciativa tuvo como objetivo “conocer e intercambiar los avances y la experiencia de países e instituciones que han avanzado en esta materia y profundizar en los desafíos que representa la formación por competencias en Ciencia, Tecnología e Innovación de niños, niñas y jóvenes”, según señaló en el discurso inaugural la presidenta de CONYCIT, Vivian Heyl.

Durante la jornada, los distintos expositores abordaron diversos temas: cuánto y cómo aprenden los escolares chilenos, el papel de los estándares en la calidad de la educación, la educación científica desde el juego y la indagación y la revisión de experiencias exitosas realizadas en este campo. Entre ellas, el programa “Tus competencias en ciencia”, mencionado por la directora de éste Alejandra Villarzú y por Alejandra Araya del Centro Educacional San Joaquín, ha demostrado ser particularmente atractivo para los alumnos; a través de talleres de experimentación e investigación que les permitan “descubrir los contenidos por sí mismos” (“El mercurio”, 5 de abril).

Por otra parte, la intervención de uno de los invitados internacionales amplió los horizontes hacia otras asignaturas; señalando que “las clases basadas en la experiencia no sólo sirven para enseñar ciencias”:

“El principio es el mismo, sólo cambian las actividades. En historia no sirve hacer un experimento en la clase, pero sí se puede hacer una investigación en que los alumnos no sólo recopilen información, sino que desarrollen una hipótesis” señaló Nicolas Poussielgue, geólogo francés experto en educación y representante del proyecto “Las manos en la masa”, creado en Francia en 1996.