El fin de semana pasado operaron otra vez a mi hermana. Eso significa que debí pasar alrededor de doce horas diarias en la clínica. Se entenderá que, en algún momento, intentar leer a Dostoievski mientras mi familia interactuaba entre cuatro paredes terminó por fastidiarme. Y en serio. Fue en ese momento, ya avanzada la tarde del domingo, que un amigo aceptó el ofrecimiento de un café; un amigo que suele rescatarme en estos casos.
El primer piso de la Alemana hay una cafetería, donde uno puede sentarse a descansar de sus enfermos. En general, todo el mundo habla. Y mucho. Nosotros no éramos la excepción: llevábamos mucho tiempo sin vernos, y era necesario “ponerse al día”. Como generalmente sucede, a los quince minutos se nos había acabado el tema. Sin embargo, ninguno de los dos quería irse.
Disfrutamos de la compañía del otro, pero no tenemos de qué hablar: no vemos televisión, no vamos al cine, no compartimos lecturas. No nos interesa la farándula, y no tenemos tiempo de enterarnos de los sucesos “de actualidad”: estamos demasiado absorbidos por el trabajo y las responsabilidades familiares. Estas últimas nos agobian lo suficiente como para no ahondar mucho rato en ellas. Sólo queda hablar de los estudios; pero nuestras carreras poseen vocabularios tan distintos que ninguno entiende al otro cuando le cuenta lo que está haciendo. Finalmente recurrimos a las anécdotas inconexas; pero el repertorio tampoco es tan amplio, y tampoco permite abrir el diálogo –qué cabe contestar ante una anécdota: “ah, qué entretenido”, y le toca al otro recordar una cualquiera-.
Sobreviene el silencio: el silencio es incómodo, y dentro de las clínicas no se puede fumar. Alrededor sigue constante el murmullo: ellos tendrán qué decirse.
¿Por qué será que necesitamos llenar ese silencio? ¿Por qué nos empeñamos en escondernos tras las palabras, en vez de estar simplemente junto al otro? Buscamos con desesperación la compañía, pero nos aburrimos estando acompañados: perdemos el tiempo representando absurdas conversaciones, enmarcadas en la dictadura de los medios de comunicación masivos. Cuando no accedemos a los medios, escapamos al automatismo de los “temas”: en teoría podríamos hablar de cualquier otra cosa, pero hemos agotado las novedades. Aparece la incomodidad: estamos condicionados a comportarnos como gallinas. Antes, los “temas” eran las noticias del mundo; antes aún, las noticias del pueblo.
Hace unos meses, conocí a un japonés. Me contó que, tradicionalmente, los japoneses se reunían en torno a la ceremonia del té. El té se servía en el más absoluto silencio. El silencio era normal. En los últimos años, nuestro ruido ha terminado por invadirlos: han comprendido que, para imitar a los occidentales, un paso importante es aprender a cacarear.
jueves, 15 de mayo de 2008
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3 comentarios:
Lo sé, quedó larga, pero no podía desarrollar el tema en menos espacio...
La unica forma de hacer referencia a algo que no-es, es llenar el espacio alrededor.
Si queremos hablar de un arbol virtual, tendriamos que decir "tiene hojas pero no es un arbol, tiene raiz pero no es un arbol, tiene un tronco pero no es un arbol..."
Y la unica forma de decir silencio, sin romper el silencio, es decir "no hay ruido"
así que se perdona lo extenso :-)
Fernanda;
muy buena columna. Es un buen recurso empezar con una anécdota o historia que lleva al tema principal. Bien descrita la situación con tu amigo, además.
Puntaje; 1,0
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