domingo, 31 de agosto de 2008

En vísperas de septiembre, en vísperas de primavera.

Domingo. Se acaba el tiempo, dicen. Los entendidos hablan de cien meses, o quizá menos; cien meses para que terminemos de destruir nuestro planeta. Como un cáncer, que aniquila su morada sin caer en cuenta de que no hay cosa como morada y residente —o usufructuador desmesurado, para ser más precisos—. Más que habitante incluso, el ser humano es parte de la Tierra, por insulso que suene. Acaso el sentimiento reactivo de insulsez no sea sino una excusa para no hacerse responsables. Porque la Tierra tampoco es sólo tierra, se entiende: no es sólo suelo bajo mis pies y campo de cultivo y mina de metal y superficie de industrias manufactureras y basurales. No, no es solo eso y lo sabemos todos y nos hacemos los idiotas. La Tierra es todos nosotros y las relaciones entre nosotros, es un cuerpo con venas de agua que no se recicla nunca del todo: bebemos permanentemente nuestra propia mierda, como quien dice; no hay filtro ni tratamiento natural de aguas servidas que dé abasto en tiempos del mal denominado homo sapiens sapiens. Un papel de superocho, no digo ya en un bosque, sino sólo en el camino, en la calle si se quiere, y de la calle al basural que no tiene más espacio en qué erigirse sino el suelo; suelo que por precipitación, irrigación, evaporación y resultante caldo de todos los efluvios del planeta; suelo que al envenenarse, digo, envenena todo lo demás.

Se acaba el tiempo, dicen, y los ecologistas son bobos u oportunistas; ingenuos sin visión política, histórica o cualquier otra, ciegos ante la crápula arraigada en —o quizás parte estructural de— cada ser humano; o bien, y estos son los peligrosos —o más peligrosos: los primeros no matan gente pero carecen del coraje de salvarla—, utilizan las causas ecologistas o seudoespirituales para maquillar los más negocios más lucrativos, antiecológicos y antiespirituales. Qué asco. Publicidad y dinero: cualquier lector medianamente perspicaz de las páginas de lo cotidiano sospechará cuanto de eso hay entre líneas, entre las líneas de esos llamados “nuevos paradigmas”. Arroz integral más caro que el procesado, por ejemplo. Dos opciones: carpe diem memento mori —de aquí a cien meses, acaso antes— o bien, que cada quien trate de contribuir con lo poco que pueda —con su granito de arena, dirán ellos, en su argot de lugares comunes—, llevando a reciclar las latas de cocacola, componiendo un compost en la casa con restos de lechugas compradas en bolsas plásticas.

Se acaba, dicen, y no sólo los glaciares. Anteayer se volcó un bus de colegialas en gira de estudios. Nueve murieron. Pudientes, conservadoras, posiblemente virtuosas. Niñitas de Dios. No vendrán los curas a decir que lo merecían: la legión tiene asegurada su parcela. Y tampoco vendrán los otros: un hijo muerto es un hijo muerto, sea de quien fuere. Una hijita. Dieciséis años a lo sumo. Cuídese, no haga leseras, páselo bien. Se despide unos días, se despide por la vida. Cierto es que cada vez debiera ser como la última, para todos; pero nueve niñitas en gira de estudios es como para irse a patadas contra el cielo. Qué cielo, por Dios. Pero para las demás, para las que se salvaron, será tamaño aprendizaje: a partir de ahora comenzarán una nueva vida, conscientes de que estamos de paso, de que todo es prestado, de que el mañana en estricto rigor no existe, dirán. Debieran agradecerlo, dirán. Pero es tan difícil cuando hay muertos.

El mañana, en estricto rigor, no existe. Pero sólo para nosotros: imposible saber quiénes, de los que amamos, nos sobrevivirán. He ahí la dificultad. Podemos no temer a la desaparición, podemos incluso ansiarla, con voluptuosidad casi, pero resulta imposible concebir para ellos una razón para seguir, un argumento para decir “vale la pena”, sin antes haberla concebido para nosotros mismos. Y sin mantenerla. La mitad más uno del tiempo, al menos. Con qué cara, si no. Y es imposible amar, diga lo que diga la monja depresiva que todos llevamos dentro, sin amarnos primero: con pelos e intestinos. Difícil. Y sin embargo, que esa conciencia de que los demás persistan se reduzca para algunos —para tantos, para los más cercanos— a dejar estipulada la repartija de metal y cosas. Las cosas, maldición: tenía mamá y hoy tengo muebles. Repartija de la sed de multiplicación, además: la condenación de cumplir los sueños de los muertos, tomada libremente. No por nada el oro simboliza el excremento. Hay que dejar sanitizadas las tripas: no vaya a ser, no vaya a ser que un día de estos, saliendo de la casa, al doblar una esquina, y quedan los hijos con el cacho. No hay más sentido que seguir cagando, dicen.

Y sin embargo, en vísperas de septiembre, bajo una plasta de smog, florecen magnolios blancos.

domingo, 22 de junio de 2008

Entrevista

En exclusiva:

Entrevista al Emperador Nerón

Controvertido gobernante romano accedió a abandonar por unas horas los círculos más profundos del Averno y conversar con La Gaceta de Perquenco

Por Fernanda Weinstein Perelman

Viernes 17 de Brumario, 14:32 horas, Café del Observatorio Lastarria. Emanando un leve hálito de azufre, ondeando los dorados rizos al viento, ataviado con una túnica color lagartija; flamante como siempre y ansioso de probar el café –ciertos colombianos condenados le habían hablado maravillas en el Tártaro-, acude Nerón a la cita. Chispeante y locuaz, no tardó en inquirir acerca de la farándula y la política locales; sin llegar a comprender, por otra parte, la utilidad de los tenedores. A continuación, un extracto de nuestro ameno diálogo.

Señor Nerón: pasados casi dos milenios de su gobierno, usted es recordado como el extravagante emperador adolescente, tirano y matricida, que mandó incendiar Roma y luego perseguir a los cristianos. ¿Qué tiene que decir ante tales acusaciones?

Su Excelsa Majestad Nerón Claudio César Augusto Germánico para usted, señorita plebeya periodista (¿podría repetirme luego qué era eso de periodista, por Plutón?). Matricida y fraticida, para su información; además de otras muchas ejecuciones que proclamo y me adjudico a mucha honra. Loa y encomia mi magnificencia el tal reconocimiento, aunque no esperaba menos; avívame el recuerdo de mi pequeña urbe danzante bajo las flamas, perfecta peripecia, sublime hasta las lágrimas, tan irresistiblemente bella que no pude sino devanar las notas de mi lira los cinco días que tardó la escoria en sucumbir bajo las deflagraciones.

Pero entonces, ¿es cierto que usted ordenó el incendio? ¿Puede decirnos por qué lo hizo?

¡Y todavía pregunta, último despojo de las parcas! ¡Pues cierta y axiomáticamente lo hice yo, Nerón Claudio César Augusto Germánico! ¡Que dos milenios no hayan servido para nada! ¿Quién otro lo hubiese podido de modo tan poético? Librarse de una vez por todas de aquellos podridos despojos; de aquel remedo de ciudad en que mi bienamada Roma estaba transformándose, y luego volverla a erigir desde los cimientos como una fastuosa epopeya a mi excelsitud. Y, de paso, eliminar unos cuantos cristianos; esas gentes de ignominiosa ralea que osaban predicar, con tan inusitada desvergüenza, toda una sarta de aberraciones. ¡Condenar la pompa, la lujuria y la alabanza al César; habrase visto! Y todo por boca de un estoico mal vestido; abogado de la pobreza, la humildad y la igualdad... ¡No ha habido nunca ni hay ni habrá en el mundo nadie más igual que yo!

¿Por eso rompió también con Séneca?

Oh, Lucio Anneo, vetusto mastín, ¿qué incurable enfermedad hubo de alojarse en tu espíritu para forjarte tan amante de la pequeñez? Mucho tiempo atesoré la esperanza de que recapacitara, ¿sabe?; de que acaso los sicalípticos bucles de algún Adonis lo hicieran renunciar a la renuncia... Pero el viejo era inflexible: ¡supiera usted a qué beldades desairó; dejando a los más preciosos efebos de oriente y occidente sumidos en la más empalagosa melancolía! Fue demasiado: lo único que quedaba era que Séneca renunciara a Séneca.

martes, 3 de junio de 2008

domingo, 1 de junio de 2008

Crítica de cine

Hace tres domingos, al atardecer, encontré entre mis DVD copiados “La muerte y la doncella” de Roman Polanski. Había adquirido la película hacía unos meses, sin mayor referencia; sólo cautivada por el título ―siempre he sido fanática de Schubert, en especial de dicho cuarteto de cuerdas― y porque mi experiencia previa con Polanski nunca me había dejado insatisfecha. Hasta entonces no había tenido tiempo de verla y la tomé, en medio del spleen dominical, como quien toma un chaleco salvavidas.

Resultó ser que el filme de 1994, protagonizado por Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson transcurría en “una república sudamericana al poco tiempo del retorno de la democracia”. Resultó ser que esta república era Chile; como delataba el rostro de Gabriela Mistral en uno de los billetes que Paulina Salas roba a su marido Gerardo Escobar (imagínese el lector de esta crítica cómo sonaban esos nombres en boca de actores norteamericanos), y cierta mención a la calle Huérfanos. Sin embargo, el escenario en general ―paisaje, clima, decoración interior de la casa― poco tenía que ver con la fisonomía nacional: tratándose de Polanski, seguramente no se debe a una negligencia sino a un intento deliberado de mantener cierta ambigüedad de contexto, salvo en pequeñas alusiones.

“La muerte y la doncella” es en sí un thriller psicológico; donde todos los elementos confluyen para potenciar un efecto a la vez angustiante y claustrofóbico: planos cerrados, sólo tres personajes, un mismo espacio interior para la mayor parte de los acontecimientos y una misma pieza musical ―el primer movimiento del cuarteto― repetida hasta el cansancio; dando a la acción un carácter estático y circular que llega a resultar exasperante. Las actuaciones resultan creíbles; la fotografía, sobria; el guión, probablemente más atractivo y conmovedor para el público norteamericano que para nosotros; “ciudadanos sudamericanos a casi 20 años de retornada la democracia”.

Días más tarde, averigüé que se trataba de la adaptación de una pieza teatral chilena, nada menos: la obra homónima de Ariel Dorfman, quien además gestó el guión, junto a Rafael Yglesias. Una película de Polanski con guión chileno nos hace recordar que tuvimos una Miss Universo, que salimos terceros en el Mundial del ’62 y que un compatriota nuestro jugó un rol central en la fundación de las vanguardias en París.

domingo, 25 de mayo de 2008

Crítica literaria: Lanchas en la bahía

En tiempos en que la escena nacional se ve invadida, década tras década, por sucesivas oleadas de nuevos narradores, un ejercicio ciertamente fructífero es volver a leer a Manuel Rojas; Premio Nacional de Literatura de 1957. Y leerlo de adulto; por mucho que las ediciones “Viento joven” de Zig-zag nos hagan pensar que estamos ante esas lecturas obligatorias que solíamos despreciar durante la Enseñanza Media ―o la Básica, a veces―.

Lanchas en la bahía (1932), su primera novela, es una obra de ficción enmarcada en un escenario autobiográfico: los “bajos fondos” de ese puerto de Valparaíso a principios del siglo XX, donde el autor trabajó como estibador y cuidador de faluchos a su vuelta al país desde Buenos Aires. Escrita en una prosa poética llena de imágenes y sinestesias, sin perder la sencillez; con diálogos simples y profundos, verosímiles; y con un episodio de monólogo interior digno de Faulkner, ofrece un vívido retrato de aquel espacio, tiempo y fauna humana. Pero, como en el caso de las grandes piezas de arte, logra responder a la exhortación de Turgenyev: “pinta tu aldea y serás universal”.

Tomado aisladamente, el argumento puede sonar bastante pueril: un adolescente, alejado de su familia, debe afrontar las dificultades del mundo; conociendo en el camino a algunos buenos amigos y al primer amor. Jugando a las clasificaciones, se trataría de un bildungsroman cualquiera, emplazado en un espacio criollista. Ahora bien, lo interesante de la novela radica en que, a través de las descripciones de paisajes, exteriores e interiores; una profundidad y agudeza de autoanálisis ―del narrador-protagonista― fuera de los común; una falta de miedo a la sensibilidad que se agradece ―en estos tiempos en que la norma es tomar distancia, ya sea mediante la extrema frialdad o la ironía descarnada―, sitúa la anécdota en un plano considerablemente secundario; tras la preeminencia del auténtico testimonio humano. Así, logra tocar las fibras más emotivas y empáticas del lector; y uno cierra la contratapa diciendo: “he aquí un testimonio honesto, he aquí una verdadera obra de arte”.

jueves, 15 de mayo de 2008

Columna de opinión: Flatus vocis

El fin de semana pasado operaron otra vez a mi hermana. Eso significa que debí pasar alrededor de doce horas diarias en la clínica. Se entenderá que, en algún momento, intentar leer a Dostoievski mientras mi familia interactuaba entre cuatro paredes terminó por fastidiarme. Y en serio. Fue en ese momento, ya avanzada la tarde del domingo, que un amigo aceptó el ofrecimiento de un café; un amigo que suele rescatarme en estos casos.
El primer piso de la Alemana hay una cafetería, donde uno puede sentarse a descansar de sus enfermos. En general, todo el mundo habla. Y mucho. Nosotros no éramos la excepción: llevábamos mucho tiempo sin vernos, y era necesario “ponerse al día”. Como generalmente sucede, a los quince minutos se nos había acabado el tema. Sin embargo, ninguno de los dos quería irse.
Disfrutamos de la compañía del otro, pero no tenemos de qué hablar: no vemos televisión, no vamos al cine, no compartimos lecturas. No nos interesa la farándula, y no tenemos tiempo de enterarnos de los sucesos “de actualidad”: estamos demasiado absorbidos por el trabajo y las responsabilidades familiares. Estas últimas nos agobian lo suficiente como para no ahondar mucho rato en ellas. Sólo queda hablar de los estudios; pero nuestras carreras poseen vocabularios tan distintos que ninguno entiende al otro cuando le cuenta lo que está haciendo. Finalmente recurrimos a las anécdotas inconexas; pero el repertorio tampoco es tan amplio, y tampoco permite abrir el diálogo –qué cabe contestar ante una anécdota: “ah, qué entretenido”, y le toca al otro recordar una cualquiera-.
Sobreviene el silencio: el silencio es incómodo, y dentro de las clínicas no se puede fumar. Alrededor sigue constante el murmullo: ellos tendrán qué decirse.
¿Por qué será que necesitamos llenar ese silencio? ¿Por qué nos empeñamos en escondernos tras las palabras, en vez de estar simplemente junto al otro? Buscamos con desesperación la compañía, pero nos aburrimos estando acompañados: perdemos el tiempo representando absurdas conversaciones, enmarcadas en la dictadura de los medios de comunicación masivos. Cuando no accedemos a los medios, escapamos al automatismo de los “temas”: en teoría podríamos hablar de cualquier otra cosa, pero hemos agotado las novedades. Aparece la incomodidad: estamos condicionados a comportarnos como gallinas. Antes, los “temas” eran las noticias del mundo; antes aún, las noticias del pueblo.
Hace unos meses, conocí a un japonés. Me contó que, tradicionalmente, los japoneses se reunían en torno a la ceremonia del té. El té se servía en el más absoluto silencio. El silencio era normal. En los últimos años, nuestro ruido ha terminado por invadirlos: han comprendido que, para imitar a los occidentales, un paso importante es aprender a cacarear.

viernes, 9 de mayo de 2008

Noticia de sociedad

30 de abril, Hotel Sheraton de Santiago:

Especialistas nacionales e internacionales analizaron importancia de la educación científica en la actualidad

Seminario Educa conCiencia “Desarrollo de Competencias Científicas, Tecnológicas y de Innovación”, organizado por el programa EXPLORA CONYCIT, contó con la participación de autoridades, expertos en la materia, profesores y sostenedores de establecimientos municipales, subvencionados y particulares de todo el país.

Fernanda Weinstein Perelman

Santiago. Como parte del Programa Nacional de Educación No Formal en Ciencia y Tecnología EXPLORA, creado en 1995 por la Comisión Nacional de Educación Científica y Tecnológica CONYCIT, el pasado 30 de abril se realizó el Primer Seminario Internacional Educa conCiencia. La iniciativa tuvo como objetivo “conocer e intercambiar los avances y la experiencia de países e instituciones que han avanzado en esta materia y profundizar en los desafíos que representa la formación por competencias en Ciencia, Tecnología e Innovación de niños, niñas y jóvenes”, según señaló en el discurso inaugural la presidenta de CONYCIT, Vivian Heyl.

Durante la jornada, los distintos expositores abordaron diversos temas: cuánto y cómo aprenden los escolares chilenos, el papel de los estándares en la calidad de la educación, la educación científica desde el juego y la indagación y la revisión de experiencias exitosas realizadas en este campo. Entre ellas, el programa “Tus competencias en ciencia”, mencionado por la directora de éste Alejandra Villarzú y por Alejandra Araya del Centro Educacional San Joaquín, ha demostrado ser particularmente atractivo para los alumnos; a través de talleres de experimentación e investigación que les permitan “descubrir los contenidos por sí mismos” (“El mercurio”, 5 de abril).

Por otra parte, la intervención de uno de los invitados internacionales amplió los horizontes hacia otras asignaturas; señalando que “las clases basadas en la experiencia no sólo sirven para enseñar ciencias”:

“El principio es el mismo, sólo cambian las actividades. En historia no sirve hacer un experimento en la clase, pero sí se puede hacer una investigación en que los alumnos no sólo recopilen información, sino que desarrollen una hipótesis” señaló Nicolas Poussielgue, geólogo francés experto en educación y representante del proyecto “Las manos en la masa”, creado en Francia en 1996.