Domingo. Se acaba el tiempo, dicen. Los entendidos hablan de cien meses, o quizá menos; cien meses para que terminemos de destruir nuestro planeta. Como un cáncer, que aniquila su morada sin caer en cuenta de que no hay cosa como morada y residente —o usufructuador desmesurado, para ser más precisos—. Más que habitante incluso, el ser humano es parte de la Tierra, por insulso que suene. Acaso el sentimiento reactivo de insulsez no sea sino una excusa para no hacerse responsables. Porque la Tierra tampoco es sólo tierra, se entiende: no es sólo suelo bajo mis pies y campo de cultivo y mina de metal y superficie de industrias manufactureras y basurales. No, no es solo eso y lo sabemos todos y nos hacemos los idiotas. La Tierra es todos nosotros y las relaciones entre nosotros, es un cuerpo con venas de agua que no se recicla nunca del todo: bebemos permanentemente nuestra propia mierda, como quien dice; no hay filtro ni tratamiento natural de aguas servidas que dé abasto en tiempos del mal denominado homo sapiens sapiens. Un papel de superocho, no digo ya en un bosque, sino sólo en el camino, en la calle si se quiere, y de la calle al basural que no tiene más espacio en qué erigirse sino el suelo; suelo que por precipitación, irrigación, evaporación y resultante caldo de todos los efluvios del planeta; suelo que al envenenarse, digo, envenena todo lo demás.
Se acaba el tiempo, dicen, y los ecologistas son bobos u oportunistas; ingenuos sin visión política, histórica o cualquier otra, ciegos ante la crápula arraigada en —o quizás parte estructural de— cada ser humano; o bien, y estos son los peligrosos —o más peligrosos: los primeros no matan gente pero carecen del coraje de salvarla—, utilizan las causas ecologistas o seudoespirituales para maquillar los más negocios más lucrativos, antiecológicos y antiespirituales. Qué asco. Publicidad y dinero: cualquier lector medianamente perspicaz de las páginas de lo cotidiano sospechará cuanto de eso hay entre líneas, entre las líneas de esos llamados “nuevos paradigmas”. Arroz integral más caro que el procesado, por ejemplo. Dos opciones: carpe diem memento mori —de aquí a cien meses, acaso antes— o bien, que cada quien trate de contribuir con lo poco que pueda —con su granito de arena, dirán ellos, en su argot de lugares comunes—, llevando a reciclar las latas de cocacola, componiendo un compost en la casa con restos de lechugas compradas en bolsas plásticas.
Se acaba, dicen, y no sólo los glaciares. Anteayer se volcó un bus de colegialas en gira de estudios. Nueve murieron. Pudientes, conservadoras, posiblemente virtuosas. Niñitas de Dios. No vendrán los curas a decir que lo merecían: la legión tiene asegurada su parcela. Y tampoco vendrán los otros: un hijo muerto es un hijo muerto, sea de quien fuere. Una hijita. Dieciséis años a lo sumo. Cuídese, no haga leseras, páselo bien. Se despide unos días, se despide por la vida. Cierto es que cada vez debiera ser como la última, para todos; pero nueve niñitas en gira de estudios es como para irse a patadas contra el cielo. Qué cielo, por Dios. Pero para las demás, para las que se salvaron, será tamaño aprendizaje: a partir de ahora comenzarán una nueva vida, conscientes de que estamos de paso, de que todo es prestado, de que el mañana en estricto rigor no existe, dirán. Debieran agradecerlo, dirán. Pero es tan difícil cuando hay muertos.
El mañana, en estricto rigor, no existe. Pero sólo para nosotros: imposible saber quiénes, de los que amamos, nos sobrevivirán. He ahí la dificultad. Podemos no temer a la desaparición, podemos incluso ansiarla, con voluptuosidad casi, pero resulta imposible concebir para ellos una razón para seguir, un argumento para decir “vale la pena”, sin antes haberla concebido para nosotros mismos. Y sin mantenerla. La mitad más uno del tiempo, al menos. Con qué cara, si no. Y es imposible amar, diga lo que diga la monja depresiva que todos llevamos dentro, sin amarnos primero: con pelos e intestinos. Difícil. Y sin embargo, que esa conciencia de que los demás persistan se reduzca para algunos —para tantos, para los más cercanos— a dejar estipulada la repartija de metal y cosas. Las cosas, maldición: tenía mamá y hoy tengo muebles. Repartija de la sed de multiplicación, además: la condenación de cumplir los sueños de los muertos, tomada libremente. No por nada el oro simboliza el excremento. Hay que dejar sanitizadas las tripas: no vaya a ser, no vaya a ser que un día de estos, saliendo de la casa, al doblar una esquina, y quedan los hijos con el cacho. No hay más sentido que seguir cagando, dicen.
Y sin embargo, en vísperas de septiembre, bajo una plasta de smog, florecen magnolios blancos.
1 comentario:
Otro rumor, también acerca del fin de los tiempos, es el que anuncia que "la belleza salvará al mundo". A veces esto es muy claro, veces casi se atora en la garganta, como en esa última frase tuya, y de todas formas aún no sé si es suficiente para decir "vale la pena". Y tal vez no quisiera que valga la pena, que triunfe mi -¿nuestra?- justica, qué miedo! Intuyo que esto no es necesario.
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